03 febrero 2012

Horizontes


Se iba cada mañana a mirar el mar. Le gustaba verlo tranquilo al amanecer. Mirar el sol cómo salía de su lecho y se elevaba en el cielo poco a poco. Le gustaba la línea en la que el cielo y a tierra se unen o se separan, según el ánimo del que observa. Para él la línea los unía. En ella, veía cómo cada día jugaban al escondite el sol y la luna. Esa línea era su musa, su punto de mira, su objetivo inalcanzable pero a la vez el que le impulsaba a seguir caminando. Mientras estuviera allí todo iría bien. La veneraba como los religiosos a sus dioses o como se adoran los enamorados. Si por circunstancias, le resultaba imposible verla en el mar, la buscaba en las llanuras, en lo alto de las montañas o en los valles. Era suya. Sólo para él. Su mirada la hacía distinta y única, diferente a la línea que miraban los demás.
Mirarla le producía a veces libertad e ingravidez, otras gozo y felicidad o plenitud. Deseaba abrazarla y tumbarse en ella.
Un día consiguió que un amigo le prestase su velero. Se hizo a la mar y navegó hacia ella seguro de  no alcanzarla jamás. 
Lo que ignoraba era que desde la orilla, una niña observaba cómo, a lo lejos, el barco se mecía en su regazo convertido en un punto en medio de un sol que la linea ocultaba. De pie en la arena, ella miraba con envidia cómo aquel navío había llegado al lugar al que ella nunca llegaría.

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